De noche frente a un selva con sonidos cuyo origen evitaba imaginar,comenzamos pisando de prisa, casi corriendo, la hojarasca.
Tratando de seguir el paso de Matìas, tan dueño de la cuesta como de su fuerza y su bigote cano.
La Luna iluminaba intensa la vereda interrumpida por la vegetaciòn.Despuès de tres cuartos de hora de conversaciòn cortada por la sensatez de la respiraciòn agitada, llegamos a la casa en la punta del cerro.Todo era fresco y el silencio se rompiò con los perros y luego con niños corriendo.
Cuando Matìas abriò la puerta quedè absorta en la postal que se imponìa. Una choza grande, sin divisiones y techos altos de los que colgaban màs de una decena de alambres delgados, casi imperceptibles con llamas tènues contenidas en artìsticas latas de jumex recortadas;las paredes de carrizo. A la izquierda el fogòn y casi en el centro una mesita de medera para 4.
Me sentì observada y todos traìan una sonrisa permanente de alegrìa y timidez que contagiaba.
En platitos de peltre comimos POLLO DE PATIO en mole.Preguntamos cosas, reìmos, entramos en confianza bebiendo Kool-Aid, que despuès de un tiempo en la regiòn, ya se me hacìa un lujo.
Luego: sobremesa.
La abuela, Toñita, mujer de pocas muy pocas palabras me tomò con sus manos àsperas, secas por la delagada capa que deja la masa de las tortillas.Me llevò hasta el quicio de la puerta que daba a lo que supuse era el patio. Nos sentamos en el suelo, y con mis antebrazos sobre las rodillas disfrutè el instante, en ese estado flotante que provoca la espera de la nada.
Toñita se apoderò de mi contemplaciòn cuando dijo: MEZTLI, LUNA.
Y se desatò un ejercicio de escucho y repito entre risas y un sin fin de palabras que me hubiera encantado retener.
Deseo guardar para siempre cuando Toñita intentaba enserñarme nàhuatl y la luz de la luna se filtraba por el carrizal.
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